Jacobo, después de haber sido empujado desde el pináculo del templo y haber sido apedreado, un hombre le golpea la cabeza con un garrote, mientras él ora por sus perseguidores, terminando así con él.
A Jacobo se le llama el hermano del Señor en Gálatas 1:19. Fue nombrado por los apóstoles como el primer obispo de la iglesia en Jerusalén. Esto sucedió poco tiempo después de la muerte de Cristo. Él ejerció fielmente los deberes de su cargo durante treinta años, llegando a convertir a muchos al cristianismo. Esto lo hizo no solamente por medio de la enseñanza pura de Cristo, sino también por medio de su vida santa. Fue por eso que se le llamaban el Justo.
Él fue muy firme y santo, un verdadero nazareo, tanto en su vestimenta como en el comer y beber; oraba a diario por la iglesia de Dios y por el bien común.
Este apóstol escribió una epístola para el consuelo de las doce tribus que se hallaban dispersas por las naciones. Escribe: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce tribus que están en la dispersión: Salud. Hermanos míos, tengan por sumo gozo cuando se hallan en diversas pruebas” Santiago 1:1-2.
Pero aunque consolaba a los que creían en el nombre de Cristo con muchas y muy excelentes razones, los judíos inconversos no podían sufrir sus enseñanzas. Entonces Ananías, audaz y cruel, hombre joven entre ellos, siendo el sumo sacerdote, lo ordenó a que se presentara delante de los jueces para que lo obligaran a negar que Jesús es el Cristo, y lo forzaran a renunciar al Hijo de Dios y al poder de su resurrección. Con estos propósitos, el sumo sacerdote, los escribas y los fariseos lo plantaron sobre el pináculo del templo durante el tiempo de la pascua para que renunciara a Cristo delante de todo el pueblo. Pero cuando estuvo de pie delante del pueblo, confesó con mayor confianza que Jesucristo era el Mesías prometido, el Hijo de Dios, que Él está sentado a la diestra de Dios, y que volverá otra vez en las nubes del cielo para juzgar a los vivos y los muertos.
Escuchando el testimonio de Jacobo, la multitud del pueblo alabó a Dios, magnificando el nombre de Cristo. En consecuencia, los enemigos de la verdad clamaron: “¡Oh, el Justo también ha errado! ¡Saquémoslo de aquí, pues es peligroso!” Entonces lo arrojaron de allí y lo apedrearon.
Pero no murió por la caída y el ser apedreado, sino que solamente las piernas se le habían fracturado. Él entonces, arrodillado, oró por aquellos que lo habían apedreado, diciendo: “Perdónalos, Señor; pues no saben lo que hacen.”
A cuenta de esto, uno de los sacerdotes pidió salvarle la vida, diciendo: “¿Qué hacen? El Justo ora por nosotros. ¡Dejen de apedrearlo!” Pero otro de los que estaba presente, teniendo en la mano un garrote, lo golpeó en la cabeza hasta hacerlo morir. Durmió en el Señor y lo enterraron en el sitio donde había sido arrojado del templo. Esto sucedió en el año 63 d.C. Fue el año séptimo del reinado de Nerón. El sumo sacerdote Ananías instigó este lamentable hecho.
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